De vez en cuando mientras buceo en la red buscando documentación para futuras entradas, me doy de bruces con páginas que son auténticas joyas. Este es el caso que me ocupa hoy, echadle un vistazo ya que tiene unos buenos y entretenidísimos relatos:
Fuga de pensamientos
Blog: https://medium.com/@waltzing_piglet
·
Cuando tenía diez años acudía con frecuencia a los billares que se encontraban a escasos cien metros de mi casa. Puede que no fuera un ambiente muy adecuado para un chaval de mi edad, y más siendo introvertido y temoroso de las frecuentes peleas del local, pero la magia que desprendía la precisión de una carambola perfecta me fascinaba. Nunca llegué a ser un gran jugador, más bien disfrutaba viendo las jugadas "magistrales" a tres bandas y me dejaban boquiabierto los picados imposibles que parecían desafiar las leyes de la física.
Me solía acompañar un amigo -en aquel entonces, mi amigo- que al ser un año mayor que yo -lo que para mí era todo un bagaje de experiencias- me hacía sentir seguro frente a aquellos extraños de mirada enturbiada por el alcohol. Lo cierto es que nunca me vi involucrado en ninguna bronca o suceso desagradable.
La fauna del local solía componerse de jóvenes pescadores que apuraban las horas antes de ir a pescar al fanal y adolescentes con la rebeldía marcada a fuego por padres ausentes. Todos ellos eran bebedores de cerveza y fumadores compulsivos, por lo que el ambiente estaba constantemente cargado de un humo compacto que amarilleaba el papel pintado que cubría las paredes, a pesar de que el dueño mantenía las ventanas abiertas en cualquier época del año. A veces la atmósfera era tan densa que parecía que iba a frenar el avance de la bola sobre el tapete.
Los dos billares compartían la estancia con tres futbolines, de los que llegaban sonidos bruscos, gritos e improperios. Yo siempre preferí la tranquilidad, el sosiego y la elegancia del billar. En esos tiempos los billares eran franceses, de carambolas -los billares americanos, como aquel en el que jugaba Paul Newman en El buscavidas, tardarían unos años en llegar-. Nunca me terminó de fascinar el barullo de tantas bolas sobre el paño, comparado con el minimalismo de la tríada de bolas roja, blanca y amarilla.
Pero lo que más recuerdo de esos días de billar es a un anciano que solía sentarse en uno de los incómodos bancos de madera adosados a la pared. Su aspecto era desaliñado, con la barba descuidada, un caliqueño colgando de los labios y una cerveza en su mano izquierda. Siempre le acompañaba una chaqueta raída que no abandonaba ni durante el bochorno estival. No participaba en ninguno de los juegos, sino que se limitaba a beber, fumar y mascullar palabras ininteligibles. Formaba parte del mobiliario del local y no le solíamos hacer mucho caso.
Los fines de semana y días de verano mis padres me permitían volver a casa algo más tarde, lo que aprovechaba para quedarme algo más de tiempo en los billares. En esas ocasiones, a veces veía llegar a la esposa del viejo, que entraba en el local hecha una furia increpando al dueño por servirle tantas cervezas y abroncado a su marido delante de todo el mundo sin discreción alguna. El viejo se limitaba a sonreír, aparcaba la cerveza sobre el banco y, mirándola con los ojos adormecidos, le decía: ¡Pero qué guapa estás cuando te enfadas, Dolores!
En ese momento, la cara de Dolores luchaba por mostrar una sonrisa que la propia mujer se encargaba de reprimir. Tras una reprimenda al anciano y un sermón al dueño de los billares, le levantaba sin esfuerzo de un brazo y le arrastraba hacia la salida del local sin que mediara una despedida de ninguno de los presentes.
Como he dicho al principio, creo que tendría unos diez años por entonces. Pero recuerdo perfectamente que, a esa corta edad, pensé que me gustaría envejecer y tener a alguien que viniera a buscarme a los billares.
++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++
0 comentarios:
Publicar un comentario