Artículo que apareció en El Periódico de Barcelona el 15 de diciembre del 2017.
https://www.elperiodico.com/es/barcelona/
EL LOBO MÁS UNDERGROUND
(Por Carlos Montañés)
Un campeón del billar americano y de
sus circuitos más subterráneos explica su fascinación por el juego y partidas
inolvidables.
Que uno necesita una máscara para mostrarse como
es Jesús Martín lo aprendió en una
mesa de billar.
Esta escena sucede en los billares Alpe, en Gran
Via con Aribau. La providencia ha colocado este local justo en el camino
entre su casa, en Sant Antoni, y el Institut Maragall. No ayuda, desde luego,
que en el portal contiguo el bar Frankfurt Marienbad abra sus puertas a rockers
que liban medianas mientras suena, C'mon everybody, una más, Eddie Cochran. Campanas de catedral,
tintineo de botellines y Teenage heaven. Aunque Jesús visita esa barra donde se acodan Loquillo o Carlos
Segarra, entre otros, atrapa la verdadera fascinación en el otro
garito. Baja las escaleras
escarpadísimas ese día de finales de los setenta. Las baja sin vértigo,
porque a los 17 años uno no tiene vértigo, sino que lo busca, y lo primero que
ve es unos ventiladores gigantes, aspas tamaño avión comercial, enormes
columnas de fundición y todos esos tapetes de colores y enjambres de bolas
chocando y pidiendo paso. Al fondo, el Club Ibérico, donde los abuelos
disfrutan de la calefacción. Jesús suele jugar con Llopis, uno de ellos. Le
gusta su compañía. "Yo antes
era un primera", le dice. "Pero ya se sabe, uno pierde la
vista", añade. No ha vislumbrado Jesús el centelleo del talento que dice
atesorar el viejo, hasta que un día encadena once carambolas a tres bandas. Lo
nunca visto. "Hostia, vaya tela", le dice al abuelo. Este, siempre
dispuesto a reír, frunce el ceño y, mientras entiza el taco, suelta: "Es que a veces me disfrazo de
jugador".
Han pasado cuatro décadas y Jesús no solo conserva la
historia, sino el talento para explicarla. También las patillas con forma de
hacha, la cadena que conecta bolsillo derecho y cartera, la sudadera con cruce
de navajas y Blood brothers. Y, lo más importante, preserva ese consejo. Es
pintor, da clases de pintura y eso es lo primero que les dice a sus alumnos:
"Para ser artista tienes que creértelo. Y parecerlo. Todos somos actores".
En el billar americano, nada es lo que parece, pero,
chico, las cosas son como son. La bola blanca con la que se rompe el triángulo
arcoíris, por ejemplo, no es como el caballo blanco de Santiago, que es, como
saben, blanco. La bola blanca del
billar trotado tiene pinceladas de tiza azul, acné de muescas por el uso y no
es blanca, sino color hueso. El color de la gabardina que Jesús heredó
de su padre y que paseó, tupé y botas camperas, por todos los billares
clandestinos y oficiales de la ciudad. La que llevaba mientras desplumaba
a ropers (pringados), la que vestía cuando era un shark (tiburón
que se alimenta de ropers), la que llevaba a los torneos entre
bares y luego a los nacionales, mientras
silbaba temas de Willy DeVille y de Los Lobos. Porque a Jesús, en el
mundo del billar, lo llamaban Jesús, pero también el Lobo. O el Rocker. O el
Lucky Luke. "O también el Cabrón, cuando la partida me salía bien",
dice, y se ríe, antes de darle un bocado a una croqueta de cocido en el Bar
Elisabets. Decía Mark Twain que el juego del billar había destruido su
disposición de natural dulce. No es el caso.
¿Pero por qué llevaba esa
gabardina blanca? Decíamos
ayer que el billar es, como la calvicie o el dinero, hereditario. Su padre,
Jesús Martín Carod, era un exiliado de la guerra que regresó de París amando por igual las
guitarras, los billares y los tangos. "Son mi música, yo viví
durante mucho tiempo como un malevo, como dentro de un tango",
explica.
Su padre le inculcó la afición en los billares La
Gavina, por Avenida Mistral. "Me cogió mi primer tutor y de ahí empecé a
saltar a todos los clubs y salas de la época", explica. El Jesús
adolescente paraba en el Capsa o el Maldà a ver pelis europeas y luego
visitaba los sótanos donde pedía una Pepsi grande y miraba y enfilaba bolas.
Una detrás de otra. Tragabolas en el Córdoba, el Ars, el Novedades. En el Sidecar, por ejemplo, donde trabajó
como seguridad y donde ganó el primer campeonato de ese local: el
premio era un viaje a Túnez. Luego se organizaron otros y él disputó otros
tantos. "Lo bueno del billar es que juntaba al analfabeto con el artista, al lumpen con el pijo",
explica. Como aquel día que los del equipo Sueños, de Sant Just, vinieron a
jugar a su bar, un lugar que no habían pisado en la vida: cruzaron la
plaza Reial en formación tortuga, juntos como hermanos con miedo, los
tacos como lanzas que no usarían: "Yo tenía colegas en todos los equipos.
Y como en el Sueños te lo facilitaban todo, al final fiché por ese equipo de peña con pasta. Aquello era un negocio: los bares de
cada barrio esperaban a que llegáramos".
Los mejores billares están en los sótanos y las
grandes historias en el underground, donde aparecían artistas renombrados que
querían vivir en el mundo del hampa, niños prodigio y mafiosos del Este
que entraban con la pistola por delante porque un amigo era camello en sus
ratos libres: "Cuando vi las pelis de Tarantino, pensé: esto me suena un
poco". Ahí van un par de
singles a 45 revoluciones. Cara A. Aparece un tipo colombiano a día 1 de
mes con su taco carísimo. Y dice: ¿quién es aquí hombre para jugar? Tú dime un
juego con bolas y un palo, contesta Jesús. Se juegan diez partidas a 5.000
pesetas. "Yo solo tenía 20.000, como mucho, pero le digo: a ver, enséñame
si tienes la pasta, que no me fío. Y saca un fajo de 200.000",
recuerda. Cuatro horas después, Jesús le ha vaciado el bolsillo y le pide
que pague las copas de todo el bar. Decía Thomas Jefferson: "Todo gentleman juega al billar, pero
alguien que juega al billar demasiado bien podría no ser un gentleman".
Especialmente si el otro es un fantasma. Cara B. Entra en un bar de Montcada
todo el equipo Sueños con la pantomima habitual: se hace el borracho, pide
perdón cuando engarza dos carambolas (¡menuda potra!), falla a posta. Media
hora después, empiezan a ganar y el PIB de ese bar se desploma a niveles de
país subsahariano: "Entonces, lo mejor, en aquella época había muchas
revistas de billar. El dueño del bar nos miraba mucho hasta que saca de detrás
de la barra el fanzine 'Black Ball' y nos enseña una doble página con un fotón enorme de campeones donde salíamos
todos nosotros, todos los que habíamos estado fallando tiros durante horas.
Nos fuimos corriendo y sin cobrar".
Jesús dejó de jugar en el 2001, aunque conserva amigos
de la época, algunos con vidas formales y otros de biografías con mil carambolas. Expone sus obras, imparte clases,
juega al billar online y si fallara una bola a la vista, diría que es la vista
la que ha fallado. Nos dirigimos a la hora de comer a ese templo de otro tipo
de billar sereno, el Club Billar Barcelona, que disputa su trofeo
internacional estos días y donde Jesús se fundirá en un abrazo con Dani Sánchez, rey de reyes hasta
para ateos y republicanos. Mientras me habla de cómo conseguir el retroceso de
la blanca, que no es blanca, pienso en que bajaremos al sótano y, por
tanto, en aquel relato de Tom
Wolfe: "Todas esas narices alineadas tienen un Austin 1.10, hablan
con mejor acento, pero él tiene la vida y un lugar secreto adonde acude a la
hora de comer, Larry Lynch con su máscara ‘muy correcto’ por las escaleras que
descienden negras, negros los techos, girando y girando, hasta que no hay ni
dirección y de pronto… underground de mediodía".
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