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El origen del billar y su evolución en el tiempo.

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046. RELATOS INVISIBLES ❹ EL COMIENZO DE UNA PASIÓN

miércoles, 16 de octubre de 2013

 

 

 Lo verdaderamente increíble, es la vida misma.


 

 EL DESCUBRIMIENTO

(Por José Aº del Puerto)



MADRID, 1973

Éramos una pandilla de ocho o diez chavales y todos rondábamos los 13 años. Por las tardes, cuando terminaban las clases y salíamos del colegio nuestro entretenimiento habitual era jugar en la calle.

 

El futbol, el escondite, las canicas, las chapas… habían sido nuestros juegos en los últimos años, pero poco a poco eso iría cambiando.

 

Con la paga semanal calentita en el bolsillo, algún domingo nos escapábamos a los recreativos del barrio, en la calle del Arroyo del Olivar. Una mesa de ping-pong, un par de futbolines y dos o tres máquinas de flippers mecánicos, era todo lo que había, aparte de un billar de carambola desmontado y muy deteriorado arrinconado al fondo del local.

 

El señor Julián era quién nos proporcionaba el cambio y quién nos echaba alguna vez a la calle, por montar demasiado alboroto.

 

Todavía recuerdo el regreso de las vacaciones de verano de ese año, el reencuentro con los amigos y la vuelta a los recreativos.

 

Habían aprovechado el escaso negocio del verano para reformar el local y poner nuevas máquinas, además habían reparado la mesa de billar y esta lucía desafiante en mitad de la sala.

 

Dos hombres mayores estaban jugando.


Tres o cuatro de nosotros nos acercamos y estuvimos mirando el desarrollo de la partida hasta que terminaron, al rato entró un grupo de chavales entre los que se encontraba mi hermano mayor y pidieron las bolas de billar para echar una partida. ¡No tenían ni idea!

 

No recuerdo porqué, pero uno de los chavales se tuvo que marchar y mi hermano me llamó para que le sustituyera.

 

Esa fue la manera en la que debuté como “billarista”.

 

A partir de entonces y cuando el bolsillo nos lo permitía, nos acercábamos a los recreativos y le dábamos a las bolitas.

 

Poco a poco fuimos aprendiendo a coger el taco, a imaginar trayectorias, a dar efectos, a ejecutar massés… a pifiar. 

 

Hacer una carambola era una auténtica fiesta. Saboreábamos la satisfacción de las victorias con la frustración de las derrotas.

 

¡El espíritu del billar ya estaba dentro de nosotros!

 

 

Algunos meses después, localizamos otros locales en el barrio, pero estos, eran locales dedicados exclusivamente al billar. 

 

Locales con enormes mesas de carambola, con buenos jugadores y por qué no decirlo, no demasiado apropiados para chavales de nuestra edad.

 

Locales en los que se jugaba por dinero, en los que se bebía y se fumaba.

 

Locales muy parecidos a esos que vemos en las películas  americanas. 

 

Locales en blanco y negro…  -pero bueno, eran otros tiempos-.

 

En la Avenida de la Albufera había un par de locales más, aunque no tan sórdidos como los anteriormente descritos. 

 

Nuestro preferido era uno al que se accedía desde un portal y al final de una estrecha escalera metálica nos encontrábamos con dos mesas de medio match y cuatro de gran match. 

 

Uno de esos días vimos puesto en la pared un cartel-anuncio en el que se convocaba a todos los interesados a participar en un evento para la captación de jugadores. 

 

Yo decidí apuntarme.

 

Durante los dos años siguientes descubrí lo que era el billar de competición, logrando buenos resultados en categoría junior. Mis récords personales fueron 86 carambolas jugando a libre y 8 a tres bandas.

 

El trabajo, los estudios y sobre todo un cambio de domicilio a otro barrio de Madrid fueron el desencadenante para que cambiara de amistades y esto hizo que poco a poco me distanciase del billar, hasta dejarlo definitivamente.

 

 

MADRID, 2001

Habían pasado 25 años.

 

Ese día no fui a comer a casa y entré a tomar algo en un bar en la Plaza de Manuel Becerra en el que servían comidas, este bar pertenecía a unos recreativos en los que aparte de máquinas tragaperras, futbolines, video-juegos y pinballs electrónicos, tenían cuatro mesas de billar americano.

 

La verdad es que comí muy bien ese día con lo que lógicamente repetí en otras ocasiones, así se fue creando una cordial relación con algunos clientes fijos y con la camarera que atendía en la barra. Uno de los hijos de Tere, -que así se llamaba la camarera- también comía allí alguna vez, con lo que llegué a conocerlo y con el tiempo entablar una buena amistad… y que por casualidad tenía como hobby el billar.